miércoles, 23 de diciembre de 2015
Carol: el reflejo del amor
sábado, 20 de junio de 2009
EL CINE - Breve recorrido biográfico
jueves, 18 de junio de 2009
DEL RECUERDO Y EL TALENTO
Extraño a Deborah Kerr
“Nada humano me repugna” le dice Hannah Jelkes a un aterrorizado Lawrence Shannon en “La noche de la iguana” de John Huston. Esas palabras de Tennessee Williams, en los labios de Deborah Kerr y con la asombrada escucha de Richard Burton, hacían en 1964 referencia a la represión sexual. Hoy, en 2009, cuando el sexo y las más diversas prácticas sexuales sólo escandalizan por sus niveles de comercialización, bien podrían aplicarse a la política o a la educación. Elijo, sin embargo, algo más metafísico: la muerte.
Me gusta pensar que Miss Kerr, como llamaban a esta escocesa pelirroja y de perfecto inglés en Hollywood, hubiera también elegido estas palabras a la hora de su propia muerte. Y nada, eso es seguro, hay más humano.
Sí, extraño a Deborah Kerr. De alguna manera, aunque hacía muchos años que estaba retirada de la profesión de actriz, que ella misma aclaraba “había dado felicidad a su vida”, saber que dividía su residencia entre Suiza y Málaga, en compañía de su esposo, el guionista y escritor Peter Viertel, daba una sensación de merecido descanso luego de una carrera profesional, seria, comprometida y, por supuesto, exitosa.
Deborah Jane Kerr-Trimmer había nacido en Helensburgh, Escocia, el 30 de septiembre de 1921. Abandonó este mundo el 16 de octubre de 2007 en Botesdale, Suffolk, Inglaterra, a causa del Parkinson que padeció los últimos tiempos de su vida. La noticia de su muerte, a los 86 años, dejó un gran vacío. Generaciones mayores a la mía pensaron, seguramente, “ya no hay actrices así”. Yo pensé que los medios le habían dado, en Argentina, un pobre reconocimiento. Hacía tiempo me había dado cuenta de que me gustaban las películas “con” Deborah Kerr. Ahora la extraño, aunque la recupero cada vez que veo en sus películas su lúcido talento. Escribir sobre ella es una forma, entonces, de convocarla, y ella, que alguna vez dijo que la muerte la encontraría sentada en una silla de ruedas viendo una y otra vez “El rey y yo” -en Argentina se tituló “Ana y el rey de Siam”-, vuelve con sus personajes, una y otra vez, siempre viva.
Hablar de sus películas es hablar de los personajes que construyó, porque Deborah Kerr era una actriz que construía sus personajes. Anna en “El rey y yo”, con Yul Brynner, supo encontrar el equilibrio entre el temperamento y la dulzura; Karen Holmes fue comprendida incluso por las más conservadoras plateas en su adulterio en “De aquí a la eternidad”. ¿Cómo no comprender a esa mujer inteligente, intensamente seductora y sexy, que se encontró en la playa nada menos que con Burt Lancaster y tenía un marido que era un desastre? Deborah Kerr tuvo con este personaje la osadía del realismo y la profundidad de la pasión.
No muy diferente es lo que puede decirse de Lady Diana Ashmore, en “Rojo atardecer” -The Journey- de Anatole Litvak, otra vez con Yul Brynner. Esa mujer inglesa que huyendo de los rusos con un hombre de la resistencia húngara en plena invasión, reconoce una pasión imposible por el enemigo y le suplica en un hilo de dignidad: “déjeme, por favor”.
En “Mesas separadas” la actriz tiene uno de sus grandes logros, esa hija sometida y tímida, finalmente enfrenta a su madre: “No, mami”, le espeta a la gloriosa Gladys Cooper. Y ese “no”, lo siente y lo repite toda la platea. Igualmente profunda resultó su Hannah Jelkes de “La noche de la iguana”, mística y profundamente humana.
Deborah Kerr fue monja (Sister Angela) en “Sólo el cielo lo sabe”, con su amigo Robert Mitchum, rozando el borde del deseo y en “Black Narcissus”; adúltera y pícara junto a Cary Grant en “The grass is greener”; aventurera en “Las minas del rey Salomón”, también atenazada por una pasión inconveniente; fue Ligia en “Quo Vadis” y Portia en “Julio Cesar”; romántica como pocas en la piel de Terry McKay en “Algo para recordar” junto a Cary Grant; y Catherine Parr, una de las esposas de Enrique VIII, en “La reina virgen”. Para la televisión llegó a ser la enfermera Plimpson para la remake de “Testigo de cargo”.
Deborah Kerr fue todos esos personajes y muchos más. Seis veces candidata al Oscar, recibió en 1994 un premio honorario. El público la recibió y la despidió de pie y con aplausos, haciendo evidente, además de admiración, el olvido de la Academia. Pero no importa. El Oscar se lo damos nosotros.
Parafraseando una de sus líneas para el cine, pienso que es muy fácil cumplir con su pedido “Años después, cuando hables de esto; sé amable”, le dice a John Kerr en “Té y simpatía” de Vincent Minelli. Imposible no ser amable con esta señora. Miss Kerr, we miss you.
sábado, 28 de marzo de 2009
De la utilidad de las artes
EL LECTOR de Stephen Daldry
Lo que son las comunicaciones. Ayer, mi amiga Nora, me mandó un mensajito por celular: “S.O.S. ¿Cómo se llama la hermana de Warren Beatty?” De inmediato le contesté. Llegó otro mensaje: “ya está”. Lo había recordado sola.
En el breve lapso que transcurrió entre los dos mensajes, además de escribir el nombre de Shirley Mac Laine correctamente en el celular, tuve una serie de sensaciones y pensamientos (¡Gracias, Joyce!, que tan bien describiste ese proceso en el “Ulises”). Todos los datos, nombres y fechas relacionadas con el cine cobraron sentido y, liberada de la culpa de haber invertido tantos años en ellos por puro, purísimo placer; por unos segundos fueron útiles.
El cine y la literatura, el arte y los artistas, lo que han hecho y dicho personas y personajes, atraviesan nuestra vida y, quizá, nuestras decisiones. Este efecto poderoso de la cultura, generalmente ignorado -o negado- por los poderosos, es -sin embargo- parte irreductible de la dignidad humana, de la ética, de la posibilidad de tener una lectura crítica de los hechos que nos circundan o nos sitian. Nada menos.
En todo eso andaba mi espíritu cuando me choqué con los 123 minutos que filmó Stephen Daldry basados en la novela de Bernhard Schlink, “El lector”, nominada a varios premios Oscar, de los que sólo obtuvo el de Mejor Actriz, muy merecido por Kate Winslet. La película cuenta con los trabajos actorales de Ralph Fiennes, David Kross, Lena Olin y Bruno Ganz.
De una gran belleza fílmica, como sus anteriores “Billy Elliot” y “Las horas”; “El lector” -“The reader”, afortunada elección para la versión en castellano- Daldry combina con inteligencia temas personales y sociales profundos. El amor, lo que creemos que es el amor como construcción social, con su cuota de enamoramiento, de despertar sexual, de abuso de un menor, de rituales y fijaciones; se combinan en el film con el horror del nazismo, buscando una respuesta a cómo y por qué seres humanos son capaces de aberraciones inenarrables; y una explicación a cómo una sociedad puede aceptar esos hechos que no puede siquiera nombrar.
La vida del adolescente que despertó al sexo con una mujer que le doblaba la edad y había sido guardia de campo de concentración nazi; el efecto que esa mujer tuvo en la vida de este hombre y el silencio personal y social de una Alemania dividida por esa guerra de mediados del siglo XX; la ignorancia, la literatura como vía de conocimiento, la parodia de justicia que ofrecen las sociedades son los temas que Daldry analiza en su película: una reflexión sobre la vida y la realidad que sobrecoge por su humanismo, su inteligencia y su intensidad.